miércoles, 28 de abril de 2010

Ronda de microrelatos

El hombre que recogía los cadáveres pensó que iba ser una noche muy larga. Le pareció extraño que los cuerpos tuvieran marcas de mordiscos. Hasta que se agarraron a sus piernas. Después de todo, la noche fue mucho más corta de lo que había creído.



Viajó atrás en el tiempo y no quería tocar nada por miedo al efecto mariposa. Pero la pasión es la pasión y terminó teniendo una aventura con una muchacha. Al volver a su época, su suegra le miraba de otro modo.



Solo quedaba uno. Y solo quedaba una bala, la que guardaba para si mismo. Decidió no arriesgarse.

lunes, 22 de febrero de 2010

La gran cagada de Mr. Grey

Una buena iluminación, un ligero y fresco olor a menta, y unas toallas tan suaves que podrían utilizarse para limpiar culitos de bebé. Un lavabo de cinco estrellas, el del casino Snow. El espejo ante mi no tiene ni una sola mancha, a diferencia de los de antros de mala muerte donde suelo jugar otras noches. Me tomo una pastilla de relajante muscular, con esto no se me escapará ni una sola pista de lo que piense. Gesticulo ante mi reflejo hasta encontrar la expresión perfecta y memorizo mi nuevo rostro hasta dejarlo esculpido sobre mi cráneo.

Son las diez de la noche, hora en que comienza la timba. Hoy juego con los grandes, no se van a dejar pillar tan fácilmente como mis oponentes habituales, pero vamos a jugarnos muchísima más pasta. Al salir del excusado me encuentro andando por un pasillo decorado con cuadros de cocktails con cubitos de hielo que curiosamente recuerdan pechos de mujeres.

Al llegar a la sala privada dos ficus y un gorila con smoking custodian la puerta. Le muestro mi invitación al tipo simiesco y me abre la puerta con una reverencia.

—Bienvenido Mister Grey. Sus compañeros le esperan.

Casi lo olvido, esta noche soy Mister Grey, y llevo una americana y pantalones de pinza a juego con mi nombre. Son de alquiler, y espero rentar su precio con creces en la partida. Es cómoda, quizás hasta compre esta ropa en lugar de devolverla.

El olor a menta que aún saboreaba desaparece al entrar en la sala privada. Una pesada cortina de humo me golpea de lleno en las narices. Habanos fuertes y tabaco negro. Un piano llora una lenta melodía con dos tonos, y, en medio de la sala, la mesa donde mis adversarios esperan.

—Mirad, aquí llega Mister Grey, nuestro nuevo compañero de juego.

Mister White, el dueño del casino, y tan aficionado al producto que ofrece como sus propios clientes. Un color muy apropiado para el albino, con su palidez, su pelo, sus dientes y su traje a juego.

A su izquierda se sienta Mister Brown, un gordito de aspecto afable al que mejor le quedaría el nombre de Mister Siete-dedos-y-medio, viendo la mutilación en su mano izquierda. El otro, como no, Mister Black, una pasa seca, alta, flaca y vestida como un grajo, con un sombrero de ala ancha que probablemente esconde una calvicie mal llevada. Siempre hay un Mister Black.

Intercambiamos saludos y me siento opuesto a White mientras ellos se llevan sus tabacos de la boca al cenicero, añadiendo más humo a la ya cargada atmósfera. Coloco mis fichas bien ordenaditas según valor y color. He ganado muchas partidas para pagarlas y me siento más que preparado para quitar las escamas de estos peces gordos.

Siguiendo las normas de cortesía, el anfitrión es el primero en dar. He hablado con unos cuantos jugadores que pasaron por esta mesa de juego, y todos coinciden en una cosa: Mister White odia a los primerizos en su casino. Irá a por mí aunque eso lo haga perder. Su mirada no da lugar a dudas. Me quiere machacar.

El piano adopta un son menos triste aunque igual de sosegado. Me centro en sus acordes, acompañados del rítmico metrónomo que los marca, mientras me relajo. Mi expresión sigue grabada como una piedra. Brown intenta seguir la música con escaso éxito usando los dedos de su mano buena, mientras Black no para de mover la pierna bajo la mesa.

Tres cartas descubiertas sobre el verde tapete y dos en mi mano. Pareja de sietes no es una gran combinación, pero quiero ver las siguientes. Hacemos las apuestas, aunque White se retira nada más ver lo que lleva. Otra descubierta y ninguno cede. Una última, y esta vez Black se retira. A estas alturas solo tengo una pareja de sietes, así que solo me queda ver si mi oponente también va de farol.

—Hay una duda que me corrompe hace años, Mister Brown. –White interrumpe nuestra contienda- ¿Es cierto que te cortaste esos dos dedos para dar más emoción a tus prácticas de tiro con arco?

La mirada de Brown se nubla. En su cara aparece frustración. Tal vez al perder su concentración se haya reflejado una decepción por sus cartas…

—¡Jaja! –ríe nervioso- Así es. Aunque no lo creáis, estaba cansado de dar siempre en el blanco, y decidí añadir dificultad quitándole unos cuantos dedos.

Obviamente es mentira. Nadie se automutilaría de ese modo por un afán de superación tan estúpido como ese. El cambio en su expresión vino por el mal recuerdo aparecido en su mente.

Hago caso omiso del gesto anterior y sigo escrutando el redondo rostro de Brown, en busca de una pista. Las apuestas suben mientras el humo me incordia cada vez más. Sigo en mi cara de estatua. Y caigo en la cuenta. White dijo que hacía años de ese incidente. Tiempo de sobras para que hasta alguien como Brown se haya creído su propia mentira. Había perdido la concentración. Ahora estoy seguro que va de farol. Me la juego y llego hasta el final. Me llevo toda la apuesta cuando Brown muestra su pareja de seises. Victoria ajustada, pero victoria.

—¡Menuda jugada! ¡Gana con pareja de sietes! El nuevo tiene madera, ¡Una copa de Highlands seco para el muchacho!

Maldito White. Ya le veo venir, quiere emborracharme. Una belleza de camarera me sirve la petición del propietario, exhibiendo un esplendido busto tras un escote que muestra justo hasta donde se puede mostrar. Por un momento casi me suben los colores, pero no olvido la importante razón por la que estoy aquí. Tez de piedra.

Jugando con caballeros, no puedo rechazar la invitación, y White me corea para que lo limpie de un trago. Supongo que tengo que demostrar algo, así que caigo tontamente en el infantil pique y finiquito el vaso en una sola ronda. Lo poco que lo paladeo me hace descubrir el sabor más amargo que he probado jamás. Y mis entrañas arden del vientre a la garganta como si hubiera tragado sal fuman. Hasta en mis fosas nasales noto de repente el olor a alcohol de quemar mezclado con el del tabaco.

Veinte minutos pasan, acompañados de dos lances en los que nuevamente salgo vencedor. Una sonrisa comienza a dibujarse en mi cara pétrea. Y me doy cuenta. Estoy perdiendo el control. Ahora recuerdo, el prospecto decía bien claro: “No deben consumirse bebidas alcohólicas bajo los efectos de este medicamento”. Ahora el humo me parece aún más espeso, y el suelo se bambolea de un lado a otro como una barca haciendo aguas. A duras penas puedo respirar.

Las partidas se suceden, y esta vez en mi contra. Intento recuperar mi rostro inexpresivo, pero las reacciones de mis oponentes me muestran que tan solo consigo hacer el ridículo. Me siento las facciones de gelatina, tiemblo por mi cuerpo tibio y mi corazón acelera y decelera sin control cada vez que miro las cartas. Busco al pianista al que nunca di importancia y no lo encuentro. Pruebo a centrarme en su canción y acompasar mis latidos al metrónomo, pero ahora el instrumento de cuerda me suena caótico y sin partitura alguna. Los oídos me duelen tanto que deben estar sangrando.

Debo haber perdido ya la mitad de mis fichas. Y toda mi dignidad. No sé cuanto tiempo llevo así y no encuentro mi reloj para comprobarlo. Quizás lo haya apostado y perdido para seguir en liza.

Mister Black esta dando las cartas. Me centro en no vomitar cuando un ruido raspado surge de mi trasero. Me ha sonado fuerte pero mis adversarios parecen no haber caído en la cuenta. O al menos han hecho un esfuerzo por ignorarlo. Me temo lo peor.

Y la humedad en mi ropa interior, acompañada de un tufillo que surge de mi trasero, confirman mis sospechas. No llevo una empanada de carne en los calzoncillos, es que me he cagado encima.

Debe ser gracias a esa evacuación que poco a poco me pasan los efectos de la mezcla. Recupero la consciencia y me acompaso al piano. Me duele la cabeza, pero el suelo ha dejado de bailar. Brown y Black se han retirado, y ponen cara de haber soltado bastante dinero. White me mira. El brillo en sus ojos me revela que cree que me tiene en el bote. Debe haber malinterpretado la cara que he puesto al hacérmelo en los pantalones. Ve que en esta jugada me saca de la mesa.

Lo he apostado todo. El centro esta tan cargado de fichas como el cenicero de colillas. Y esas colillas ya rebosan formando una montaña. No sé si quiero saber lo que llevo, pero miro las cartas en juego y miro mi baza. Con la reina entre mis dedos monto una preciosa escalera real de mis amadas picas. Te vas a cagar, Mister White.

Melpómene

Ren Messner terminó de impartir su clase semanal de pintura en el orfanato. Le encantaba su labor social como voluntario. Compró el periódico y lo ojeó de camino a casa en el autobús. Un anuncio de la sección compra-venta llamó su atención.

“Regalo mi musa. Interesados contactad a la atención de Martin Reuel Edwards.”

Seguido se indicaba una dirección y un teléfono. El nombre le sonaba, y recordó de que al verlo impreso en la portada del libro de la señora que se sentaba frente a él. En los últimos veinte años M. R. Edwards se había convertido en un escritor de culto, con veinte best sellers indispensables en cualquier colección.

Una vez en casa, recortó el anuncio con sus tijeritas azules. Decidió llamar esa misma tarde, y acordó una cita con el escritor de áspera voz para el día siguiente, con la esperanza de obtener algo interesante que plasmar sobre el lienzo.

Una vez ante la casa, pulsó el timbre, sacando el recorte de su bolsillo para asegurar una vez más que se trataba de la dirección correcta.. Esa pequeña vivienda de aspecto decrépito no era lo que se esperaba de un hombre del éxito del señor Edwards.

La puerta apenas se abrió unos grados, y unos pequeños ojos envueltos en gruesas cejas escrutaron al joven proyecto de artista. El pintor se presentó con una amable sonrisa.

El anciano le invitó a pasar sin mediar palabra. Cerró la puerta usando los codos, y Ren pudo ver las mutiladas manos de aquel hombre. Sus dedos estaban torcidos y rajados, medio descarnados y carentes de uñas.

Al pasar al salón, un televisor encendido iluminaba unas paredes sin amueblar, repletas de escritos rascados en el yeso, entre algunas salpicaduras oscuras.

—Me quedé sin papel. Y también sin tinta. –explicó el escritor con su rasposa voz.

Ren se quedó perplejo ante la idea de llevar tan lejos una creación artística. No sabía que decir cuando Martin se adelantó.

—Pintor, al grano. Has venido a por mi musa. Es toda tuya. Te llevaré con ella.

Vista la hosquedad de su anfitrión, Ren decidió guardar un incómodo silencio y seguirle la corriente. El escuálido viejo le guió hasta un sótano, y al pulsar el interruptor se encontró con una muchacha de sensuales curvas, atada de pies y manos a una vieja silla de madera, con un saco de seda en la cabeza como única vestimenta.

—¿Qué representa esto? –el joven saltó alarmado.

Ren se disponía a liberarla cuando el anciano interpuso los restos de su mano.

—Escúchame un momento y luego llama a la policía si quieres. Y que me lleven al manicomio, pero presta atención, muchacho.

El pintor vio la demencia en el anciano y se contuvo, dando una oportunidad de hablar al escritor.

—El ser que tienes ante ti no es humano. No come ni bebe, y, lo que para mí han sido veinte años, para ella no parece haber sido ni un segundo. Pero, lo más inquietante de todo: tan sólo basta un roce de su piel para que las ideas afloren en tu mente. Una caricia hará estallar tu ingenio en mil cuadros magistrales. Arriba tengo un lienzo y acuarelas. Solo tócala y descúbrelo por ti mismo.

Ren no creía ni una sola de las palabras del demente, pero decidió hacer lo que le proponía tan solo para demostrarle que todas esas cosas no eran más que un delirio de su trastornada imaginación.

Se acercó a la muchacha y tomó su mano entrelazando sus dedos, susurrando una disculpa y una promesa. El tacto era cálido y suave, y le insufló una extraña pero dulce sensación.

El pintor se giró para plantar cara al senil, cuando lo que hasta ese momento había considerado desvarío se tornó real. Las imágenes se sucedieron en su mente, cada una más intensa que la anterior. Se encontraba paralizado entre la necesidad de plasmarlas y la de enfrentarse a la alucinación. La locura venció.

Apartó al escritor de su camino y subió escalera arriba. Registró la casa habitación por habitación hasta encontrar el lienzo prometido. Tomó los pinceles y dio forma física al contenido de su cerebro. Acabó jadeando, recostado en una pared ante la que sin duda era la mejor estampa de su vida. Hasta el momento.

—No sé quien es ni lo que es. La llamo Melpómene. Déjame tu dirección y yo mismo me encargaré de empaquetarla y enviártela. No quiero volver a verla.

Ren no daba crédito a sus deseos. Sus convicciones luchaban contra ellos, pero guardó silencio. Martin lo interpretó como un acuerdo.

—Es tuya. Úsala tanto como quieras. Pero tan solo una advertencia: ten cuidado al tocarla. No pases demasiado tiempo a su lado, y jamás, por mucho que lo llegues a desear, te introduzcas entre sus piernas.

El pintor marchó sin hacer preguntas. En silencio, sin siquiera despedirse. Tan solo dejó una dirección en un pedazo del periódico. En apenas tres días recibió un paquete con la forma de un ataúd en su apartamento. Estuvo horas mirando el bulto envuelto antes de decidirse.

Rasgó el envoltorio con sus tijeras, y abrió el féretro para encontrarla, aún atada y con la cabeza embozada, respirando a través de la seda. Retiró la tela y se encontró cara a cara con ella. Su mirada era triste, con unos sobrenaturales ojos amarillos como dos gotas de ámbar. Rozó sus mejillas y labios con los dedos y la creatividad no tardó nada en activarse totalmente desenfrenada. La encerró en una habitación y cogió los pinceles con ansía mientras se repetía una y otra vez: “No es humana, no es humana”.

Trazo a trazo, lienzo a lienzo, escenas espectaculares, lugares que nunca habría imaginado de otro modo, sucesos de los que nadie pudo oír hablar. De cada color surgía una emoción, cada mezcla resultaba en el tono definitivo. Cada elemento encajaba, cada contraste era capaz de sanar o herir. Su mano bailaba al ritmo de las historias que quedaban infundidas en cada detalle.

Horas más tarde cayó exhausto sobre su silla. Contempló los frutos de su labor: media docena de láminas, tan vivas que creía que en cualquier momento podían entonar cada una su propia melodía. Y con tan solo poner la mano en esos voluptuosos labios.

Una semana, y cada vez más ilustraciones se amontonaron en su estudio de pintura, hasta el punto que invadieron también su sala de estar y su habitación. Cada día mantenía un contacto con Melpómene para empaparse de esa magia. Y cada vez sentía la necesidad de llegar un poco más lejos. Primero fueron caricias tímidas, pero luego pasó a los besos, bajando un poco cada vez, del cuello hasta los pechos.

Dos semanas in crescendo y al final no pudo resistir más. Navegó sus finos y dorados cabellos con los dedos durante horas. La besó apasionadamente y llegó hasta el final, ignorando las advertencias del escritor. La musa lloraba en silencio.

Su cráneo explotó. Agarró todos sus linos y pintó frenético en ellos. Uno tras otro, su mano no era lo bastante rápida para hacer real todo lo que sucedía en su mente, y gruñía furioso cada vez que una de esas geniales ideas escapaba de su mente ante la aparición de otra. Su teléfono sonó varias veces: la familia, el trabajo, los amigos, el voluntariado… No descolgó ninguna de las llamadas.

Su brazo ardía y sus muslos no se tenían en pie cuando se quedó sin lienzos, y recortó su ropa blanca con las tijeras azules para no quedarse sin superficie. Luego vinieron las paredes. Por el tacto áspero de su barba, dedujo que ya llevaba días pintando, pero era incapaz de parar.

Hasta quedarse sin pintura. Exprimió los tubos de óleo hasta la última gota. Dio vueltas en círculo desquiciado, incapaz de contener sus ideas. Se arañó el cuerpo entre estertores.

Al ver las heridas que se había inflingido cayó en la cuenta de que aún le quedaba un líquido con la bastante pigmentación como para dar color. Sin soltar el pincel, tomó sus pequeñas tijeritas azules emitiendo una risa fuera de sí.

Un Héroe vela por tu seguridad

La luna menguante ya asomaba entre edificios. Las ocho. Mi trampa estaba perfectamente dispuesta. Escondido en una bolsa de basura entre unos cubos, cámara en mano, me disponía a cazar in fraganti al enigmático justiciero del que tanto se rumoreaba últimamente.
El escenario preparado era un callejón oscuro, entre un colegio y unas casas antiguas que pronto serían derruidas. Yo mismo había dispuesto a los malhechores que perpetrarían mi emboscada. Tres estudiantes de arte dramático a los que había pagado para que simularan y atracar a la primera señora que pasara por allí, convenciéndoles que mi verdadero propósito no era otro que el de hacer un corto con ellos como protagonistas.
Habría contratado también a una actriz para que interpretara a la señora en apuros, pero mi bolsillo no daba más de si, y, dispuestos los delincuentes, no vi necesarios más cómplices para obtener mi noticia.
Los muchachos aceptaron con mucho entusiasmo, aunque se notaba su falta de profesionalidad. Habían venido con algunas calcomanías pegadas a la piel para simular tatuajes.
Por suerte para mi trasero en mi incomoda esquina, el cebo no tardó en aparecer. Una señora que debía rondar la cincuentena caminaba cabizbaja e insegura por el callejón. Se percató tarde de la presencia de mis muchachos, y ya no pudo dar marcha atrás. Estos se levantaron y la rodearon.
- Dijculpe zeñora, ¿Podría robajle zu bolzo? – me llevé la mano a la frente al oír tan exagerado acento y pésima actuación por parte del actor novel.
Otro de los actores fue más avispado y agarró el bolso, tirando ligeramente de él. La señora palideció y emitió un quejido lastimero, con las manos temblando de los nervios.
Entonces algo pastoso derribó al muchacho que agarraba el bolso, haciendo que lo soltara.
Todos estaban pasmados preguntándose de donde había salido el proyectil cuando una voz imperativa se oyó desde el tejado del edificio tras de mi: “Alejaos de la dama, ¡Malajes!”. No tenía manera de girarme hacía arriba, así que continué filmando a la señora y los supuestos ladrones.
Más proyectiles de textura fangosa cayeron sobre los chicos, que quedaron pegados al suelo en una masa que parecía la que se usa para fabricar bollería y panes. Incluso el callejón empezaba a oler a harina. La señora permanecía en pie, con los ojos cerrados, agarrando su bolso, asustada.
Al abrir los ojos y ver lo que le rodeaba, la impresión debió hacer que se desmayara, pues a punto estaba de caer al suelo cuando una figura cayó con fuerza justo ante mi y corrió a socorrerla, atrapándola al vuelo con gran celeridad.
¡Era él! ¡Tal y como esperaba había caído en mi trampa! ¡El héroe que se rumoreaba paseaba por las noches tomándose la justicia por su mano y salvando inocentes en apuros!
Lo vi de espaldas: portaba capa y botas blancas, y su figura era de lo más peculiar: su torso y hombros eran fornidos y anchos, pero sus brazos se tornaban finos hasta llegar a unas manos minúsculas. Su gesto era encorvado, y ciertamente hacía honor al seudónimo superheroico que se había adjudicado: ¡Crusanman!
Al recoger a la señora se giró hacía mi y pude ver su máscara, que, para ahuyentar toda duda que pudiera quedarme, tenía dos cuernos haciendo la forma de un cruasán.
- No temáis, señorita, esos villanos no volverán a molestaros. – dijo con voz fuerte y gentil el esperpéntico personaje.
- ¡Mi salvador! – respondió la mujer entre suspiros recuperando la consciencia.
Grabé toda la escena. El superhéroe sonrió orgulloso mientras sostenía a la mujer, y esta le miró a los ojos con esa cara ensimismada de quien vive de sopetón un amor a primera vista.
Pero de repente la señora se incorporó y su expresión cambió radicalmente…
- ¿Marcos? – preguntó esta con firmeza - ¿Se puede saber que estas haciendo?
- Ca… Cariño… yo… - respondió el hombretón ahora con voz titubeante.
¡Increíble! ¡Crusanman acababa de salvar a su pareja ante mis propios ojos! ¡No solo iba a confirmar su existencia, si no que además podría desvelar su verdadera identidad! ¡Menuda exclusiva!
- ¡Marcos! – prosiguió la señora - ¿Qué demonios haces a estas horas en la calle en lugar de trabajando? ¿Cómo piensas alimentar a tu familia? ¿Con esa porquería que has lanzado hace un momento? ¿Y que haces con esa pinta? ¿No ves lo ridículo que estás con esas mallas?
- Pero amorcito, soy Crusanman, soy un héroe… Lucho contra el crimen…
- ¿¿Un poder?? Él único poder que tienes tú es el de gandulear a espaldas de tu mujer. “Luchar contra el crimen”… ¿A tu edad? Solo faltaba que encima te hicieras daño y acabaras en el hospital. Y anda que, si te viera algún vecino… a ver como iba a explicar yo el que salgas por la noche en mallas a “luchar contra el crimen”…
- Pero… amor… hace un momento tu misma me llamaste tu salvador…
- ¡Eso! Encima te dedicas a coquetear con las muchachas que te encuentras, ¿No? ¡Menudo perla estás hecho! ¡Ya me decía mi hermana que no era bueno que a tu edad continuaras leyendo esos tebeos de críos! ¡Tira para casa que te espera una buena! ¡Y es cruasán, no crusán! ¡Con A!
Y la peculiar pareja marchó del callejón dejándome a solas con mi exclusiva y los pobres muchachos atrapados en el suelo que habían guardado silencio pensando que eran protagonistas de un drama.
Me levanté triunfante sobre el montón de basura, alzando la cámara por encima de mis hombros. ¡La exclusiva de mi vida! ¡Un mito demostrado y desenmascarado en un mismo video!
Pero demasiado fue mi júbilo… pues, sin darme cuenta, tropecé con la pasta que adhería a uno de los muchachos al suelo, enganchándome yo también e intentando mantener el equilibrio, cosa que hizo que la cámara se desprendiera de mi mano, dando de lleno en el suelo, rompiéndose a pedazos.
-¿Qué tal he estado, director? – me preguntó el muy estúpido.